domingo, 6 de mayo de 2012

Verde verde: culpa anulada


Por Carlos Velazco

 Aunque Enrique Pineda Barnet sigue conservando el aire atractivo de sus mejores tiempos, es hoy un anciano enflaquecido. Y es de este individuo frágil de quien nos viene una película más vital que la mayoría de los cortos y largos de ficción realizados no ya por noveles realizadores, sino por reconocidos cineastas más jóvenes que él. Enrique Pineda Barnet ha llegado al punto en que sabe lo valioso que es el tiempo de un hombre y ha decidido no irse de entre los vivos sin decir determinadas cosas.
A Verde verde la acompaña una promoción que deviene contra propaganda. Para que sea mejor “comprendida”, se le explica como una película que busca desterrar la homofobia, cuando no es este ni por asomo el prejuicio que la cinta dinamita. En los diálogos entre Carlos y Alfredo, ambos repasan el repertorio de gestos y frases en que se asienta la masculinidad. Este muestrario: “¡Me gusta que me lo pidan!”, “En mar y en tierra, eso, me funciona” o “Yo siempre soy el que lleva…”, verbalizado por dos sujetos varoniles y viriles en función de un cortejo homosexual, revela todo lo que tiene de vacío un ritual al que solemos asistir públicamente: lo identitario del hombre-hombre. El no-lugar en que transcurre la película es más bien cualquier-lugar. Por tanto, en Carlos y Alfredo no hay solo dos bisexuales, sino también dos heterosexuales.
En un comienzo, el espectador aprecia a Carlos jugando al cubilete entre sus pares, lo ve doblegar y patear al chantajista que ha abusado de un joven, despreciar a la prostituta borracha que lo acosa. Pero Alfredo, sentado junto a la barra, no solo mira, sino que estudia. En los ojos de Alfredo notamos que está percibiendo en Carlos algo que de lo que hasta ese momento nosotros ignoramos. Pareciera que ha leído a Hermann Hess: “Observa bien a un hombre y sabrás más de él que él mismo”. Y destaca esta sobre otras influencias en Verde verde, como Jean Cocteau y Pier Paolo Pasolinni, porque a la atmósfera de la película: el ambiente nocturno de ese bar del puerto, a su jungla de luces, humo, sonido de jarras, golpes, trasiegos, risas, marineros, travestis, prostitutas, chulos, locas; o la celebración de un grupo de hombres solos en un almacén; le viene bien otra de las frases de Hess: “tiene un sabor a insensatez, a locura, a confusión y a sueño, como la historia de los hombres que no quieren decirse mentiras a sí mismos”.
Verde verde ha captado su visualidad y esencia de la poética de Rocío García, la violencia latente de sus piezas (en los casos que esta no resulta manifiesta por el agujero de una bala o el tajo de un sable japonés), como si a lo largo de todos sus cuadros, la pintora no hubiera hecho otra cosa que crear una película. Salvo los senos de una stripper y el ano de su par masculino, que como oquedad, es un vacío, la película prescinde de mostrar de forma explícita un órgano sexual y el combate de los miembros durante el coito. (Claro que aun así habrá algún reparo de alguien que aclarará no estar en contra de los desnudos, siempre que sean “justificados”.) Lo que hace agresiva a Verde verde, tan hermosamente agresiva, es esa constante proximidad de los protagonistas hombres, sus continuos roces, la cercanía de sus alientos.
Verde verde salda en la cinematografía “deudas” de un país en el que cuando algunos de sus escritores se atrevieron a cruzar el límite de lo simbólico o alegórico en el tema de su sexualidad, como José Lezama Lima con Paradiso y Reinaldo Arenas con El color del verano y Antes que anochezca, recibieron el escarnio. Por ello dice Alfredo: “Lo triste es el que se avergüenza de lo que siente”. La película gana para nuestro tiempo secuencias que difícilmente alguien se hubiera atrevido a mostrar cargadas de ternura, como la del masaje todavía clínico que Alfredo aplica a Carlos, en que este relaja sus músculos y recuerda los versos “Oh, Captain, My Captain!” de Walt Whitman, el poeta devenido ídolo no solo literario, sino también gay para Federico García Lorca y Allen Ginsberg; o cuando ambos personajes danzan abrazados, y Alfredo confiesa que no hay nada que se parezca más a la felicidad que bailar. Se logra cinematografiar lo natural de la atracción entre dos hombres, algo que se ha considerado “monstruosidad”, “enfermedad” y más tarde “diferencia”, pero invariablemente “mancha” o “cojera”.
Con el encierro final del personaje de Carlos, comprendemos que de él ha sido el desgarrador reclamo del comienzo: “¡Ascensor! ¡Último piso, ascensor!”. La huida por el hangar infinito de pasillos y escaleras es una proyección de su mente. La reclusión no tiene su causa verdadera en el desconocimiento del escondite de la llave, sino en la revelación  de “la cosa maravillosa” que Alfredo prometió mostrarle. Carlos sigue viendo en su verdad  un “estandarte de dolor y vergüenza”. Nunca sabrá lo que es integridad.
Al ascenso del elevador chirriante en el viejo edificio, tras el cierre de golpe de la reja que simula una jaula, corresponderá la trágica caída, homologada en Verde verde con la del Ícaro de Lecour que no por casualidad improvisada adorna el apartamento de Alfredo. Por más que Carlos procure un refugio de última hora en la Dama Seductora que solo él ve, es una mano masculina la que se ofrece a sostenerlo. No ha sido este un viaje a una trampa, sino a una liberación tras la que el personaje permanece aún preso.
Enrique Pineda Barnet, director de asentado prestigio, merecedor de eso tan mencionado y nebuloso como “el cariño del público”, ha asumido con Verde verde el riesgo más grande no solo de su carrera, sino de su vida. A cambio, ha logrado construir un mundo donde todos somos más libres, si esto es posible, y ese mundo, a partir de Verde verde, ha empezado a expandirse.

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