sábado, 23 de febrero de 2013

EL ESPEJO ROTO, Alberto Garrandés sobre el film "Verde verde"

Como ha explicado Judith Butler en Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, el cuerpo no es un ser, no tiene un ser, sino que es una frontera variable, una superficie cuya permeabilidad se encuentra políticamente regulada, porque el cuerpo es, al cabo, un conjunto de prácticas que producen significados y que se encuentran dentro de un campo cultural donde hay jerarquías de género bajo la mirada de una heterosexualidad compulsiva, forzosa.
El acierto mayor de Verde verde, la más reciente película de Enrique Pineda Barnet, es la graficación exitosa, y artísticamente inquietante, de los sentimientos de extravío, inseguridad, pasmo, desamparo, terror y extrañeza de Carlos, un tipo que, mientras acompaña a Alfredo, enfermero naval —están en el extraño piso de éste, en los altos de un edificio de hierro, frente al mar, en algún punto del desembarcadero—, no deja de proclamar su hombría ni siquiera en medio de una seducción, poderosa, completa, que incluye, para redondearlo todo, una penetración.
Alfredo, bisexual, es, como diríamos hoy, muy versátil, muy completo. Quiere atraer a Carlos, ha visto en él un destello raro, y le propone un “negocio”. Lo lleva a ese piso donde vive —un espacio ensoñado, pesadillesco, amable, incongruente—, y allí, entre tragos y música, tiene lugar un proceso de fascinación muy peligroso y, ciertamente, nefasto: Alfredo coloca a Carlos frente al espejo de sí mismo. La consecuencia es el asesinato de Alfredo. Ambos han salido de un bar donde se mueven strippers, putas y travestis. En las paredes del bar hay cuadros de Rocío García. Ellos funcionan como puertas que llevan a una dimensión crucial, auténtica, donde la realidad del deseo es perentoria y tangible.   
Barnet se aventura a poner ante nuestros ojos las imágenes —laberínticas, densamente simbólicas, atravesadas por una grisura cromática donde el verde es vecino del rojo y viceversa— de lo que sería el sórdido mundo interior de Carlos en esos instantes de la seducción. Uno tiende a pensar en la ensambladura del cine de David Lynch con la pintura de Francis Bacon. Y cuando, en el curso del relato, se alude —por medio de una edición vertiginosa y descolocadora— a la fiesta de marineros que tiene lugar a pocos metros de allí, recordamos las acuarelas de Charles Demuth y las fotografías de Thomas Eakins y Vincenzo Galdi.
De fuerte sabor surreal, la imágenes de ese desventurado mundo interior de Carlos se articulan muy bien con la atmósfera del bar, un sitio en el cual lo erótico es el resultado de viajar a ciertos límites de lo onírico. Además, está lleno de fetiches y tipologías de la sexualidad homoerótica, a lo que se agrega una diversificación sicológica de la violencia en una gestualidad como de cine negro que más bien escapa o se desborda de la narrativa resuelta en los cuadros seriales de Rocío García, cuyos personajes, más o menos intemporales y trans-históricos, cobran vida allí, en el propio bar, y fuera de ese ámbito, durante el combate —sexual, ritualístico, sangriento— que ejecutan Alfredo y Carlos.
Verde verde es, así, una película distanciada, pues se constituye en un riesgoso acto de retiro estético y conceptual. Podríamos verla casi como un discurso operático que se dibuja gracias a la índole extremada de su narración, pero también es posible disfrutar de ella como si se tratara de un recitativo, o quizás un artefacto danzario con palabras. El secreto se halla en la astucia con que ha trabajado Pineda Barnet al manipular algunos esquemas tipológicos sobre la erótica gay, algunas identidades más o menos definidas por los estudios queer, y ciertas nociones sobre el cuerpo sexualizado. Pineda Barnet cae in medias res, es cierto. Cae dentro de lo real, dentro del magma más apremiante de la realidad del sexo, la pasión y los sentimientos, pero lo hace con mucho cuidado porque esa inmersión suya mantiene una distancia con respecto a lo inmediato. Su película no es tanto sobre la inmediatez de ese dilema, sino más bien sobre su culturalización incesante. Más que personajes, Alfredo y Carlos se comportan como dos coreutas provenientes, de cierta manera, de la tragedia clásica.
Antes de entregarse a la ceremonia de la muerte —y aquí no dejaré de subrayar que Verde verde es una obra doblemente artizada—, hay un momento inefable: los futuros amantes orinan juntos. Alfredo celebra el pene de Carlos, pero este le dice que se deje de mentiras piadosas: comprueba que el de Alfredo es un pene no sólo mucho más grande que el suyo sino sencillamente portentoso. Ahí, diríamos, empieza la fascinación: cuando Carlos confirme no tanto que Alfredo se dejará penetrar por él (cosa bien sabida), sino que él, macho machote, hombre de conducta movediza y discontinua, caerá debajo del marinero indefectiblemente. Esto no tarda en suceder. Al ver que Carlos aguanta el calibre de su pene, Alfredo, antes del orgasmo, le susurra que en verdad es todo un hombre. Después llegan los fantasmas de Carlos, lo atenazan, lo desgarran, y la tragedia se desata en forma de sacrificio.

Alberto Garrandés, La Habana, 16 de abril de 2012  

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