Como ha explicado
Judith Butler en Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity,
el cuerpo no es un ser, no tiene un ser, sino que es una frontera variable, una
superficie cuya permeabilidad se encuentra políticamente regulada, porque el
cuerpo es, al cabo, un conjunto de prácticas que producen significados y que se
encuentran dentro de un campo cultural donde hay jerarquías de género bajo la
mirada de una heterosexualidad compulsiva, forzosa.
El acierto mayor de
Verde verde, la más reciente película de Enrique Pineda Barnet, es la
graficación exitosa, y artísticamente inquietante, de los sentimientos de
extravío, inseguridad, pasmo, desamparo, terror y extrañeza de Carlos, un tipo
que, mientras acompaña a Alfredo, enfermero naval —están en el extraño piso de
éste, en los altos de un edificio de hierro, frente al mar, en algún punto del
desembarcadero—, no deja de proclamar su hombría ni siquiera en medio de una
seducción, poderosa, completa, que incluye, para redondearlo todo, una
penetración.
Alfredo, bisexual,
es, como diríamos hoy, muy versátil, muy completo. Quiere atraer a Carlos, ha
visto en él un destello raro, y le propone un “negocio”. Lo lleva a ese piso
donde vive —un espacio ensoñado, pesadillesco, amable, incongruente—, y allí,
entre tragos y música, tiene lugar un proceso de fascinación muy peligroso y,
ciertamente, nefasto: Alfredo coloca a Carlos frente al espejo de sí mismo. La
consecuencia es el asesinato de Alfredo. Ambos han salido de un bar donde se
mueven strippers, putas y travestis. En las paredes del bar hay cuadros
de Rocío García. Ellos funcionan como puertas que llevan a una dimensión
crucial, auténtica, donde la realidad del deseo es perentoria y tangible.
Barnet se aventura
a poner ante nuestros ojos las imágenes —laberínticas, densamente simbólicas,
atravesadas por una grisura cromática donde el verde es vecino del rojo y
viceversa— de lo que sería el sórdido mundo interior de Carlos en esos
instantes de la seducción. Uno tiende a pensar en la ensambladura del cine de
David Lynch con la pintura de Francis Bacon. Y cuando, en el curso del relato,
se alude —por medio de una edición vertiginosa y descolocadora— a la fiesta de
marineros que tiene lugar a pocos metros de allí, recordamos las acuarelas de
Charles Demuth y las fotografías de Thomas Eakins y Vincenzo Galdi.
De fuerte sabor
surreal, la imágenes de ese desventurado mundo interior de Carlos se articulan
muy bien con la atmósfera del bar, un sitio en el cual lo erótico es el
resultado de viajar a ciertos límites de lo onírico. Además, está lleno de
fetiches y tipologías de la sexualidad homoerótica, a lo que se agrega una
diversificación sicológica de la violencia en una gestualidad como de cine
negro que más bien escapa o se desborda de la narrativa resuelta en los cuadros
seriales de Rocío García, cuyos personajes, más o menos intemporales y
trans-históricos, cobran vida allí, en el propio bar, y fuera de ese ámbito,
durante el combate —sexual, ritualístico, sangriento— que ejecutan Alfredo y
Carlos.
Verde verde es, así, una película distanciada, pues se
constituye en un riesgoso acto de retiro estético y conceptual. Podríamos verla
casi como un discurso operático que se dibuja gracias a la índole extremada
de su narración, pero también es posible disfrutar de ella como si se tratara
de un recitativo, o quizás un artefacto danzario con palabras. El secreto se
halla en la astucia con que ha trabajado Pineda Barnet al manipular algunos
esquemas tipológicos sobre la erótica gay, algunas identidades más o menos
definidas por los estudios queer, y ciertas nociones sobre el cuerpo
sexualizado. Pineda Barnet cae in medias res, es cierto. Cae dentro de
lo real, dentro del magma más apremiante de la realidad del sexo, la pasión y
los sentimientos, pero lo hace con mucho cuidado porque esa inmersión suya
mantiene una distancia con respecto a lo inmediato. Su película no es tanto
sobre la inmediatez de ese dilema, sino más bien sobre su culturalización
incesante. Más que personajes, Alfredo y Carlos se comportan como dos coreutas
provenientes, de cierta manera, de la tragedia clásica.
Antes de entregarse
a la ceremonia de la muerte —y aquí no dejaré de subrayar que Verde verde
es una obra doblemente artizada—, hay un momento inefable: los futuros amantes
orinan juntos. Alfredo celebra el pene de Carlos, pero este le dice que se deje
de mentiras piadosas: comprueba que el de Alfredo es un pene no sólo mucho más
grande que el suyo sino sencillamente portentoso. Ahí, diríamos, empieza la
fascinación: cuando Carlos confirme no tanto que Alfredo se dejará penetrar por
él (cosa bien sabida), sino que él, macho machote, hombre de conducta movediza
y discontinua, caerá debajo del marinero indefectiblemente. Esto no tarda en
suceder. Al ver que Carlos aguanta el calibre de su pene, Alfredo, antes del
orgasmo, le susurra que en verdad es todo un hombre. Después llegan los
fantasmas de Carlos, lo atenazan, lo desgarran, y la tragedia se desata en
forma de sacrificio.
Alberto Garrandés, La Habana, 16 de abril de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario