Por María Laura Riba – ‘espectadora’, escritora y periodista argentina
La Habana, diciembre de 2011
(Foto: Enrique Pineda Barnet, director de "Verde verde" y los actores Carlos Caballero, Farah María y Héctor Noas)
En tiempos del tan difundido ‘cine en casa’, cuando casi uno no recuerda de qué hablamos cuando hablamos de la ‘magia de la sala oscura’, ver una película en el cine, ir hasta él y cumplir con los nostálgicos ritos, el audio impecable, la imagen amplia sin rostros borrosos o poca nitidez, actualmente, parece que solo se amerita cuando alguien nos da la información de que tal o cual película es de calidad. En este caso, no puedo decir que, antes de ir a ver “Verde Verde” de Enrique Pineda Barnet, sabía con qué tipo de filme me iba a encontrar, pese a que tenía conocimiento de que se trataba de un tema alejado del abordado en “La Anunciación” (2009) y que, además, tenía ‘escenas fuertes’.
¿Y qué escenas tan fuertes serían esas? La curiosidad humana es devoradora y provoca acciones que en otro momento no se harían, como la de un lunes por la noche abandonar la comodidad hogareña e ir en busca del transporte adecuado que nos acerque a la sala de cine donde, sin duda, se disfrutará más la película.
Como, a pesar de todo, el cine continúa siendo ‘el cine’, el encanto nos va cubriendo apenas uno se va acercando a la puerta. Aquella noche de presentación, la sala se fue colmando poco a poco. La expectativa provocada por “Verde Verde” se podía percibir. Finalmente, cuando la oscuridad fue naciendo y los cuerpos se arrellanaban en las butacas, tuve la sensación de que pronto iba a estar en presencia de algo inesperado.
Por fin la película se abrió ante nuestros ojos, descorrió sus velos, se desnudó.
Una música apenas sibilante comienza a merodear por nuestros oídos. Imágenes de una taberna donde el sexo es moneda corriente, nos miran con lascivia, las imágenes nos provocan y pretenden seducirnos.
La cámara gira convirtiendo a aquel ambiente de humo y procacidad en un círculo confuso donde todo puede suceder, menos la ingenuidad.
La figura de un marinero, Alfredo, que fuma mientras busca con la mirada su objeto de seducción, se acerca, se aleja, mira de costado; un hombre rudo de mar al acecho entre strippers, putas que insisten y putas tristes, gays que se burlan de la madrugada sórdida de aquella taberna.
Todo es atmósfera. Todo se desborda.
El marinero es interpretado por Héctor Noas, tan preciso, sin exageraciones, entero en el papel de homosexual que busca una noche de placer entre los brazos de un joven, Carlos, que se deja hechizar aunque no quiera…pero sí; que goza el sexo masculino aunque se defina muy hombre. Tan ‘hombre’ como para cometer un acto cobarde.
Este joven es interpretado por Carlos Miguel Caballero, quien, si bien se cree su papel de homosexual reprimido o, más bien, de homofóbico, por momentos no convence, quizás porque la fuerza dramática es tan intensa que, aunque no se lo haya propuesto, su actuación, a veces, gira hacia el lenguaje propio del teatro.
En “Verde Verde” se pone de manifiesto, sin adornos ni efectismos, el real y nada lejano problema de la homofobia, algo que en pleno siglo XXI aún no se ha erradicado.
El conflicto del muchacho, Carlos, que es hombre de todas formas –y para ello debe repetírselo varias veces- está muy bien marcado en esos laberintos interiores de los que no puede salir, graficados en la película con pasillos lúgubres y húmedos, laberintos kafkianos donde el hilo de Ariadna se ha extraviado.
Carlos corre, huye de sí, no puede escapar, y cuando logra encontrar la salida, la falsa salida, lo hace para acallar las voces que lo acosan, para no ver ni sentir.
Una de estas escenas de huída, colocada casi al comienzo de la película, en un momento de fuerte seducción, ubicada en un tiempo paralelo, hace pensar en acontecimientos totalmente diferentes a los que, en verdad, sobrevendrán. Despista al espectador y eso es algo que se valora, porque no ofrece un final fácilmente identificable: el espectador corre por aquellos pasillos junto a Carlos, intenta ayudarlo a escapar porque, aun desconociendo lo que sucede, lo da por inocente. Aquí se establece entonces, otro preconcepto: ‘un hombre maduro, homosexual, es el que siempre pervierte al hombre más joven’. Es cierto que las experiencias son vida, pero las generalidades, muchas veces, destruyen. “Verde Verde” se atreve y derriba esta creencia avalada por años de prejuicios e ignorancia.
¿Cuánto cuesta al ser humano aceptarse como es? ¿Por qué nos continúa importando tanto ‘el que dirán’?
Es fuerte y atrapante la intensidad y densidad de la película; el tiempo que dura es el tiempo justo, no excesivo. Es un filme tan contundente que no necesita más.
“Verde Verde” no es verde esperanza, es un sabor amargo, es la madurez perversa, la caída del fruto de la homofobia sobre la vida cotidiana, sobre nuestras propias vidas.
Si el movimiento de cámara intensifica las atmósferas, los juegos de la seducción, el misterio cruel que rodea a los personajes, no es menos importante el rol que en esta película jugó el sonido. Definitivamente valió la pena que se escuchara con excelencia cada detalle: la voz de Farah María, esa ‘Dama Seductora’, su susurro de conciencia es envolvente. Podíamos oír sus palabras como si nos estuviera murmurando a nosotros, al mismo tiempo que se escuchaba, perfectamente, lo que sucedía en la pantalla, un sonido en dos planos –si cabe la expresión- que no dejó nada a la casualidad. Fue realmente necesario que se escuchara el sonido de la hebilla del pantalón desabrochándose…fue necesario oír el roce de los cuerpos sobre la barra del baile sexual, deslizándose por el tubo…fue necesario escuchar los jadeos, las lentejuelas ondulantes de una puta ofrecida al mejor postor. Fue inevitable hacer surgir en los altavoces el sonido de ese ascensor que provoca tanta sospecha, aquel ruido de las llaves girando en una cerradura incierta.
Otro buen tino fue la intercalación de dibujos en los momentos precisos: fusión de ramas del arte que no compiten y muy bien se complementan. Dibujos que están colocados en el puntual instante en que el erotismo puede saltarse el límite. Estas obras pertenecientes a la artista Rocío García son de las series ‘Hombres, machos, marineros’ (1999), ‘El domador y otros cuentos’ (2003), y ‘El Thriller’ (2007). Ningún dibujo fue escogido al azar, como tampoco fue al azar su ubicación en la película.
La tensión no decae. La duda se intensifica.
El final es la cúspide de la confusión, la cima de una homofobia que disfraza al homosexualismo. El final es esa salida que no existe desde fuera porque la puerta la debe abrir el propio Carlos desde su interior: puerta que en la película él es incapaz de abrir. ¿Dónde están las llaves de nuestro ser?
Carlos solo atina, en su desesperación sucia, al final de su fuga, a abrir una cremallera, muy lentamente, abrir que es, en realidad, la inutilidad del escape y la permanencia en ese rodar dentro de un círculo que resulta inevitable. Hecho que se torna incluso más trágico cuando Carlos arranca –literalmente-, aquello que puede delatar su homosexualidad. Existe aquí una escena que considero, desde el punto de vista dramático, repetitivo. Claro que si lo vemos como símbolo, está bien, es otro punto de vista.
Lo cierto es que cuando terminé de ver “Verde Verde” me quedé en silencio, reacción que suelo tener cuando algo me deja sin palabras, que me impacta, que me conmociona. Es que es más fácil creer que la homofobia es algo que ya casi no existe, que es solamente una cuestión de alguna gente trasnochada, pero cuando se vuelve sobre ella y se la hace visible a través de un hecho artístico, se comprende entonces que, lamentablemente, sigue estando ahí.
La primera impresión que se tiene ante las escenas de sexo entre dos hombres, es el silencio asombrado que provocan. Una vez sacudido este impacto, hace falta preguntarse: ¿por qué, si estamos acostumbrados a ver tantas escenas de sexo entre un hombre y una mujer y de todas las maneras posibles, nos impactan tanto estas imágenes de sexo entre dos hombres? Y es precisamente porque estamos habituados a ver escenas de sexo entre heterosexuales sin que nadie pestañee, porque esas escenas son las aceptadas culturalmente como ‘normales’. ¿Quién es capaz de arrojar la primera piedra sobre lo que está bien o está mal en materia de sexo?
Somos capaces de tolerar en pantalla los crímenes más aberrantes: no hace mucho, medio mundo ha visto las escenas de la guerra en Libia y ha presenciado el linchamiento y fusilamiento de su máxima autoridad, y lo ha visto del mismo modo en que ven muy malas y cruentas películas de violencia por televisión. Sin embargo, todavía nos ponemos quisquillosos con los asuntos del sexo…
Por mi parte, aplaudo esas imágenes porque nos ponen ante los ojos una realidad que está más cerca de lo que se piensa. La vida puede ser, además, una gran simulación para esconder mucha hipocresía. ¿Veremos “Verde Verde” alguna vez en televisión?
Tengo para mí que, últimamente, existe un rebrote machista y homofóbico en la gente más joven. Basta escuchar algunas letras de canciones, comentarios que hacen en las paradas de las guaguas o en las casas. Son lamentables. ¿Qué significa ser ‘macho’ en el siglo XXI?
Al terminar la película me dije que, sin duda alguna, Enrique Pineda Barnet promueve en sus obras lo que expresa en su vida cotidiana: la defensa de la libertad, el amor, el profundo y noble amor que nada tiene que ver con las pequeñas y grandes mezquindades humanas. Hace honor a la ‘unión’, al humanismo. Sólo por eso, por esa coherencia, cualquiera debería sentirse agradecido y quitarse el sombrero.
Soy de las espectadoras que valoran el hecho de que no se lo den todo digerido, que aprecia cuando el creador lo da todo y eso se refleja en la obra.
“Verde Verde” es más que una película, es hablar de lo que apenas se habla o se habla a escondidas. Es un ‘decir’ con arte. Es apelar a una vida donde la mediocridad de sensibilidad sea apartada de cualquier lugar donde vivamos.
miércoles, 25 de enero de 2012
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