Por Juan Antonio García Borrero, crítico de cine e investigador.
Cuando el investigador Carlos Espinosa me invitó a escribir algo sobre las diez películas cubanas de todos los tiempos que más me habían gustado (no “las más importantes”, sino las que más placer me reportaron en el momento de verlas), pensé que elegir esa decena de filmes sería cosa más bien fácil. Ahora compruebo que no es tan cómodo como parece. Nombrar diez cintas en virtud de lo innovador que haya podido resultar el uso de su lenguaje, o lo memorable de su historia, o de las actuaciones de los intérpretes, siempre será menos arduo que escoger eso que nos ha gustado por que sí… Los gustos nunca podrán argumentarse de modo convincente por aquello que Pascal anotaba: “el corazón tiene razones que la razón ignora”.
Por otro lado, no puedo ocultar que a estas alturas de mi vida ya me resulta imposible pensar en una película (mucho menos si es cubana), con la misma inocencia con que en mi infancia me adentraba en el universo Disney. Ahora cada fotograma que evoco tiene una plusvalía, a veces intelectual, a veces emotiva. Y me sorprendo recordando de pronto una secuencia que me gustaría ver de nuevo (aunque en su momento la película no me resultara tan atrayente), porque el hecho de que algunos vean en lo que escribo pretensiones de “objetividad” no me salva de lo humano, de lo que adjudica a aquello que observa un significado social acorde a los imperativos del sistema cultural en que me he formado.
De allí que aún no tenga claro cuáles serán las diez películas que escogeré (¿o las películas me escogerán a mí?); diría que esa selección se irá configurando en la misma medida en que piense ya no solo en mi contexto de recepción particular, sino en las circunstancias que dieron lugar a la producción de los filmes en cuestión. Porque siempre que hubo un filme, una secuencia, un plano que ahora persiste en el recuerdo, hubo una trama mayor que como espectadores todavía no veíamos.
Puedo recordar, por ejemplo, cómo a mediados de 1988 el cine cubano volvió a ser objeto de debate público. Esa vez no fueron los partidarios del cine pedagógico o de lo peor del “realismo socialista” (dígase Blas Roca en 1963, o los participantes en el Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971), los que cuestionaron el estado de salud de la cinematografía nacional, sino críticos y espectadores que sentían que la producción del ICAIC precisamente había renunciado a su antiguo rol cuestionador.
En el país se respiraba un fuerte aire de irreverencia, pues mientras que en la URSS alcanzaba cada vez más intensidad la perestroika impulsada por Mijaíl Gorbachov, en la isla se estimulaba el llamado “proceso de rectificación de errores y tendencias negativas”. Sobre todo la creación de artes plásticas se benefició de esa relativa apertura en la libertad de expresión, de allí que muchos no entendieran que una institución como la del ICAIC, que contaba con una tradición más bien crítica, no estuviese a la altura de la época, y se conformase con apoyar cintas cuyo interés básico descansaba en la comunicación inmediata con el público.
Los debates organizados en la UNEAC fueron bastante intensos, y a ratos, descarnados. Ambrosio Fornet, entonces asesor de guiones de la institución, defendió la tesis de que en realidad el cine del ICAIC (debido al debut de nuevos realizadores) estaba “en una crisis de crecimiento, síntoma de su vitalidad”, y aprovechaba para arremeter contra los detractores de esa producción del siguiente modo: “La crítica dominante no parece estar ni profesionalmente ni éticamente, a la altura de su función, porque no ha tenido la aptitud ni la profundidad necesaria para convertirse en interlocutora legítima y activa de nuestros cineastas a lo largo de todo el proceso de existencia del cine cubano. Éticamente esta crítica presenta rasgos francamente oportunistas”.[1]
Además, como explicaba el propio Fornet, ninguna cinematografía existe sólo con obras maestras, y era lógico que en sus primeras películas los nuevos realizadores se mostrasen cautelosos. Pero el desfasaje entre lo que se mostraba en el discurso audiovisual y lo que estaba aconteciendo en la realidad, era irrefutable, de allí que las preguntas que en aquella misma reunión enunciara Eduardo Quiñones todavía esperan por una respuesta decorosa: “¿Cuándo empezó la autocensura entre nosotros?, ¿Qué pasó?, ¿Qué mecanismos la motivaron?, ¿Cuál de esos mecanismos sobreviven aún entre nosotros? ¿Qué pasó con Techo de vidrio?”.[2]
En verdad, el ICAIC ya había tomado conciencia de muchas de esas limitaciones, a juzgar por la autocrítica que en ese mismo encuentro hiciera su presidente García-Espinosa, y el anuncio de la puesta en práctica de una serie de estrategias, como fue la de organizar los Grupos de Creación y el Consejo Artístico. Ello permitiría reforzar la autonomía en el orden institucional (de hecho, desde el año anterior el ICAIC había recobrado su independencia económica, la cual perdió con la creación del Ministerio de Cultura en 1976), y contribuir al incremento de la producción, con una mayor participación de los cineastas en ese proceso productivo.
Los cambios comenzaron a notarse casi de inmediato. Cada uno de los realizadores que se mostraron conservadores en sus primeros largometrajes, en esta nueva oportunidad se plantearon metas más complejas, lo mismo en el plano conceptual que en el formal. Juan Carlos Tabío, por ejemplo, nos entregó Plaff o demasiado miedo a la vida (1988), Rolando Díaz La vida en rosa (1989), y Orlando Rojas Papeles secundarios (1989). Pero esta tendencia experimental pudo convivir con otra que intentaba aprovechar el modelo de representación más convencional, sin que ello significase una renuncia al rigor: fueron los casos de Clandestinos (1987), de Fernando Pérez, Cartas del parque (1988), de Tomás Gutiérrez Alea, y sobre todo La bella del Alhambra (1989), de Enrique Pineda Barnet.
A propósito de ésta última, y aprovechando el festejo que organizaban en Cuba por sus veinte años de estrenada, escribí en el blog “Cine cubano, la pupila insomne” que hay películas que, como los buenos perfumes, disimulan sus historias secretas. Son abismos emotivos donde uno se sumerge a gusto y protege de la cotidiana devastación del tiempo. Esas películas se recuerdan no solo por lo que cuentan, sino por lo que inspira en nosotros su sola evocación. El placer de evocarlas se convierte en un raro estremecimiento al que nos gusta recurrir con demasiada frecuencia. La Bella del Alhambra tiene para mí esa impronta.
Pero, ¿podría explicarse de un modo racional la persistencia de ese hechizo? Creo que no. Si fuera posible explicar nuestras adhesiones y fobias de un modo transparente, la vida perdería esa dosis de encanto que uno intuye aún en medio de las peores pesadillas, y todo sería frío razonamiento de academia siempre trasnochada e inútil. Fue ese racionalismo mesiánico y voluntarista que a partir de 1959 comenzó a imponerse en la mentalidad del cubano de a pie, según lo que dictaban las élites revolucionarias, el que fomentó el equívoco de que la llegada de un supuesto Hombre Nuevo implicaba dejar atrás todo lo que oliese al viejo régimen, incluyendo esa tendencia de los isleños a representarse la realidad en términos melodramáticos y hasta tragicómicos.
El cine producido por el ICAIC no podía quedarse atrás en la pretensión colectiva de tábula rasa. Y proclamó en breve un hipotético kilómetro cero de esa manifestación artística en la isla. No solo se expulsó a la región de las sombras fílmicas aquello que ya había sido realizado antes de la Revolución, sino que se decretó de modo tácito el carácter decadente de los viejos géneros. Aún así, cineastas como Humberto Solás se resistieron a renunciar al legado de grandes artistas como Visconti o Sirk, y cultivaron un melodrama que, aunque introducía sus cuotas de experimentación, en el fondo permanecía fiel a la tradición del cine como espectáculo y emoción, y desde allí planteaba la renovación.
Creo que con La bella del Alhambra se alcanza en el cine cubano, por fin, conciencia de que no era con la descalificación gratuita del pasado que se podía conseguir exactamente “modernidad fílmica”. Y que Pineda Barnet defienda esa tesis en un año en que se le exigía al cine del ICAIC militancia crítica desde el presente que se vivía, era toda una audacia. Pues, ¿qué podían esperar de una cinta que se remite al defenestrado pasado republicano los que clamaban por la representación incómoda de lo que estaba aconteciendo entonces?
La bella del Alhambra se inspira en la conocida novela “Canción de Rachel”, de Miguel Barnet (la cual también ha conocido una versión italiana que lleva por título La rumbera), pero su puesta en escena es rotundamente cinematográfica, no obstante el apabullante referente teatral que sustenta todo su drama. La entrañable recepción que encontró entre gente joven y adulta, entre personas que sólo alcanzaron a escuchar de la República instaurada en 1902 en términos peyorativos todo el tiempo, con la consecuente satanización de ese período histórico, lo que nos alerta es de su militante humanidad.
La película de Pineda Barnet fue el puente que mejor logró franquear aquel descomunal Muro invisible que se había edificado subrepticiamente entre el presente revolucionario y el pasado republicano. No es que con anterioridad no se hubiera aludido al espacio donde acontecen las peripecias de los protagonistas, pues allí están los testimonios registrados por Manuel Octavio Gómez en sus cálidos Cuentos del Alhambra (1963), o incluso puede recordarse a Isabel Moreno anticipando algo de su futuro personaje de La Mexicana en El extraño caso de Rachel K (1973), de Oscar Valdés, pero era la primera vez en que ese viaje al pasado prescindía del paternalismo que mira por encima del hombro esa etapa superada, y se mostraba a los personajes con sus alegrías y angustias, sus éxitos y sus fracasos, sus virtudes y sus miserias.
La historia de Rachel, corista que en La Habana de la década de los años veinte del siglo pasado pretende triunfar como vedette en el teatro Alhambra, podría recordar también a la de Fe (Rita Montaner), la ingenua campesina que en El romance del palmar (1938), de Ramón Peón, emprendiera el viaje a la capital dispuesta a imponerse. Se entiende entonces la distancia tomada en su momento por los promotores del llamado Nuevo Cine Latinoamericano, quienes (sobre todo a través de los Festivales de La Habana) intentaban legitimar un audiovisual enemigo del lenguaje convencional (asociado al discurso del colonizador cultural), y mucho más de las propuestas temáticas vinculadas al pasado. Incluso puede explicar un poco el desconcierto del propio Miguel Barnet, quien según sus palabras, tenía en la cabeza “otro guion”, si bien el que al final fue rodado, “menos intelectual, menos contrapuntístico” propició “una obra reconocida con la que yo me siento identificado”.[3]
Pineda Barnet no se arredró ante el qué dirán los que aún viven del afán vanguardista, y en los mismos minutos introductorios del filme puso en labios de la protagonista un bocadillo que, a modo de cartas sobre la mesa, establecería de modo explícito las reglas del juego melodramático en que se iba a participar. “Yo no soy dramática”, escuchamos que dice en off la protagonista en esos minutos en que se inicia todo, y añade, “esas palabras no me las aplico nunca. Yo soy una melancólica triste. Cuando vine a ver estaba inoculada por el virus fatal del artista”.
Pero La bella del Alhambra es mucho más que una película sobre el artista, mirado como un ente que dentro de la sociedad goza de un relativo prestigio, o padece de una reputación romántica y/o fatal. Como personaje, Rachel desborda ese estereotipo que hasta ese momento se había mostrado en las pantallas cubanas. La verdad es que Beatriz Valdés le inyecta un humanismo inusual, y seguimos con interés su historia porque su periplo existencial en el fondo nos está revelando esas constantes que acosan al individuo en todas las épocas, en todas las latitudes. La historia de Rachel es demasiado familiar: es la historia de todos, luchando agónicamente en ese Teatro incesante, saturado de luces, sombras, laureles, fracasos, música y silencios recurrentes, que es el mundo.
[1] Temperatura del cine cubano. Revista Bohemia Nro. 29, 15 de julio de 1988, p 10.
[2] Temperatura del cine cubano. Revista Bohemia Nro. 29, 15 de julio de 1988, p 10. Techo de vidrio fue un filme realizado por Sergio Giral en 1982, pero que no sería estrenado hasta 1988. En el mismo encuentro de la UNEAC, Julio García-Espinosa, presidente del ICAIC afirma: “Desde luego, se han dado casos coyunturales, como fue Techo de vidrio, película que desde el punto de vista artístico no alcanzó un resultado feliz. Esta película se consideró no conveniente sacarla a la luz pública en el momento en que se hizo. Su director Sergio Giral estuvo de acuerdo porque entendía que el país estaba viviendo momentos nada favorables para sacar la película. Puede ser discutible, pero fue de esa manera”.
[3] Miguel Barnet. El cine cubano y yo. Revista Cine Cubano Nro. 162, p 22.
domingo, 14 de agosto de 2011
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