domingo, 10 de mayo de 2009

EL FREGADOR FREGADO

El hombre precansado se asomó al fregadero: una larga faena por comenzar luego de una noche abundante en comensales. Fue el aburrimiento lo que hizo que observara el hormiguero. Dos largas hileras iban y venían al parecer sin orientación, entraban y salían de la mínima cueva descubierta en el borde de la esquina misma de la incrustación del fregadero con los azulejos de bajo la ventana. Hormigas locas que chocaban entre sí, quizás transmitiéndose algún mensaje. Por inercia o mecánica en su distracción jugó a echarles granitos de azúcar. Las hormigas asumieron el regalo con retozo. El hombre repitió la hazaña espolvoreándoles virutas de pan. El alborozo se hizo espectacularmente mayor.
Pero tenía que fregar toda aquella loza. Sacudió con su mano mojada el hormiguero. Varias zanjas de agua separaron las hileras zigzagueantes, algunas perecieron ahogadas. El hombre se dispuso a fregar.
Apenas advirtió la manifestación que salía a protestar de las inundaciones. Pero sintió un cosquilleo en su brazo mojado, y se dio cuenta de algunas imprudentes que intentaban trepar hacia su hombro. Sacudió su molestia salpicándose de agua espumosa. Las hormigas crecieron en sus demandas. El tomó una tapa de limón sobrante de la cena -recordando a alguien que dijo… - y la frotó sobre los azulejos. Evidentemente fue un trago amargo –o más bien ácido- para las dolientes que desaparecieron por breve tiempo.
Le tocaba fregar los recipientes más engrasados cuando reaparecieron las hormigas con mayor coraje, plagando los blancos azulejos de una multitud negra y nerviosa. El hombre derramó sobre la mancha hormiguera el resto de las copas de licor, y sin esperar reacción, encendió un fósforo y las contempló arder al fuego sin compasión.
Ellas no eran capaces de ver a su agresor. Sus minúsculos equipamientos receptivos solo podían percibir nubladamente lo que pudiera ser el torso del hombre asomado al fregadero. Es decir, una simple camisa beige corrugada que no podían entender, un corrugado cielo beige era todo su cielo. Sus bienaventuranzas y sus desgracias venían del mismo corrugado beige. No tenían voz suficiente para hacer llegar sus gritos de dolor y de espanto ante la masacre. El corrugado beige era inalcanzable e indolente.
El hombre barrió entonces con su mano enjabonada, el residuo enojoso y ahumado de su genocidio. El no podía separar, reconocer ni precisar a la hormiga 3 de la 17, la hormiga-hijo, de la hormiga-madre. Su oído humano no estaba tampoco preparado, apto, para escuchar aquellas voces tan lejanas.
De repente, la ventana sobre el fregadero se abrió de un portazo. Una ráfaga de viento entró tirando al suelo las copas más finas. El hombre empapado cerró de golpe la ventana y maldijo al cabrón cielo oscuro que mandó el inoportuno aguacero.

Enrique Pineda Barnet
Febrero 19 del 2002

A los que no miran para abajo

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